«¿Y si simplemente no soy una persona que alguien pueda amar de verdad?»
Eso. Justo eso. Esa frase que no siempre decimos en voz alta, pero que se queda ahí, revoloteando por dentro como un murmullo incómodo. A veces aparece en noches largas, cuando la casa está en silencio y el teléfono también. Otras veces salta de golpe, como un bofetón invisible, tras un nuevo desengaño, una cita que no llega a nada, una conversación que se enfría sin motivo.
¿Y si hay algo en mí… que no se puede querer?
Es duro. No por la pregunta en sí, sino por lo que implica. Porque no se trata solo de estar solo. Se trata de sentir que la soledad no es circunstancial, sino inevitable. Como si uno estuviera defectuoso de fábrica. Como si el amor fuera una fiesta a la que te olvidaron invitar. O peor: a la que fuiste y nadie notó que estabas.
Y claro, nadie lo ve. Desde fuera, te dicen que eres buena persona, que tienes valores, que «ya llegará alguien». Pero tú, tú sabes que esa frase no llena el hueco. Porque el vacío no se calma con lógica. Porque cuando uno siente que no es suficiente para ser amado, las palabras bonitas no entran, rebotan.
Te lo cuento porque lo sé. No desde la teoría, sino desde el pecho. Desde esas etapas donde uno se mira al espejo buscando fallos. ¿Serán mis ojos? ¿Mi forma de hablar? ¿Mi intensidad? ¿Mis heridas? Todo se vuelve sospechoso. Todo es un posible motivo por el cual “nadie se queda”.
Pero hablemos de eso. Del “nadie se queda”. Porque es ahí donde empieza el eco, ese que convierte un par de malas experiencias en una condena perpetua. Un par de personas que no supieron ver tu luz y ya crees que no tienes ninguna. Una ruptura dolorosa y ya te convences de que “no eres de los que tienen suerte en el amor”. Y así, sin darte cuenta, vas construyendo una historia en la que tú eres el problema.
Y ojo… es fácil caer ahí. No se necesita mucho. Un poco de soledad, unas cuantas comparaciones injustas y un par de silencios sin respuesta. Y voilà: te convences de que algo en ti está mal. Que el amor es para otros. Para los más guapos, más seguros, más simples, menos intensos. Para los que no sienten tanto.
Pero no. No es verdad. No eres difícil de amar. Eres alguien que ha aprendido a protegerse. Alguien que ha sido herido, probablemente más veces de las que merecía. Alguien que, quizás, se ha acostumbrado tanto a ponerse la coraza que ya no recuerda cómo dejarse ver sin miedo.
A veces no es que el amor no llegue. Es que lo espantamos sin querer. Porque tememos que, si nos miran de cerca, se vayan. Entonces mostramos solo una parte. La más segura, la más adaptada. Y nos volvemos expertos en no molestar, en agradar, en no pedir demasiado. Pero el amor real no crece en máscaras. Y lo sabes.
El problema no es que no seas querible. Es que has aprendido a dudar de tu propio brillo. Que has empezado a creer que tu valor depende de cuánto te quieren los demás. Pero no es así. Tu valor es anterior a todo eso. No necesitas estar en una relación para merecer amor. Lo mereces porque existes. Porque sientes. Porque respiras y dueles y ríes con el alma cuando nadie te mira.
Y sé que esto no lo cambia todo. Sé que por mucho que lo leas, esa pregunta puede volver: “¿Y si nunca me eligen?”. Pero ¿sabes qué? A veces el amor no llega cuando lo buscamos con ansiedad. Llega cuando empezamos a elegirnos a nosotros. No desde la soledad resignada, sino desde la compañía propia. Desde esa decisión radical de tratarnos con la ternura que esperamos de otros.
Sí, hay cosas que puedes trabajar. Heridas que vale la pena mirar. Patrones que puedes romper. Pero no para ser más “amable”. No para que te quieran más. Sino para que tú te sientas más libre, más completo, más tú.
Amar no es un premio por ser perfecto. No es una meta que se alcanza cuando haces todo bien. El amor auténtico llega cuando alguien ve tus grietas y, en vez de huir, se queda. Pero para que eso ocurra, necesitas mostrar esas grietas primero. Necesitas permitirte ser visto.
Y claro, eso da miedo. Mucho. Porque ser vulnerable es como andar descalzo en una ciudad llena de cristales. Pero es ahí, en esa honestidad emocional, donde puede crecer algo real. Algo que no se va con el primer viento.
Mira, quizá el problema no es que no seas querible. Quizá es que has estado buscando amor en lugares que no lo saben ofrecer. Has intentado encajar donde nunca ibas a caber. Te has esforzado por ser suficiente para personas que ni siquiera sabían lo que buscaban. Y eso duele. Pero no define quién eres.
Eres alguien que siente mucho. Que espera algo verdadero. Que no se conforma con migajas. Eso no te hace difícil. Te hace valiente. Y sí, puede que a veces esa valentía se sienta como soledad. Pero también te prepara para reconocer, un día, ese amor que no te pida esconderte.
Así que si alguna vez te vuelve esa frase —esa maldita frase que dice que quizás nadie pueda amarte de verdad—, contéstale con otra:
“Tal vez no he encontrado a quien sepa ver lo que valgo, pero eso no significa que no valga.”
Y mientras tanto… elige quedarte contigo. No como consuelo, sino como punto de partida. Porque el día que llegue alguien —y créeme, puede pasar— no vendrá a completarte, sino a compartir contigo ese hogar que tú ya habrás empezado a construir dentro de ti.
Porque al final, no se trata solo de encontrar a alguien que nos ame. Se trata de dejar de convencernos de que no lo merecemos.
Y eso… cambia todo. ¿No crees?