«¿Por qué sigo fracasando en esto, por mucho que lo intente?»
Eso fue lo que pensé la última vez que apagué el teléfono después de una lectura de tarot. Las cartas habían sido claras —o al menos eso creía yo— y sin embargo, otra relación se estaba desmoronando. Otra vez me encontraba recogiendo pedacitos de algo que una vez pareció prometer tanto. Y entonces, como un eco sordo en el pecho, apareció la duda: ¿Y si ni siquiera el tarot puede salvarme de mí mismo?
Porque no se trata solo de que las cosas salgan mal. Se trata del miedo a que siempre salgan mal. Incluso cuando te anticipas. Incluso cuando preguntas, consultas, te abres, te sinceras. Ese miedo que se esconde detrás de cada nueva conversación, cada primer beso, cada “te escribo mañana” que no llega. Un miedo que se convierte en compañero constante, uno que camina a tu lado con las manos en los bolsillos, susurrándote: Ya sabes cómo va a terminar esto, ¿verdad?
A veces, ni siquiera es tristeza lo que se siente. Es una mezcla rara de decepción y resignación. Como si ya tuvieras un guion que conoces de memoria: tú te ilusionas, la otra persona también, todo va bien por un tiempo… y luego, sin que entiendas del todo por qué, se desmorona. Y ahí estás otra vez, mirando el tarot, buscando respuestas. Preguntando si esta vez será distinto. Implorando a las cartas que te digan que sí.
Pero… ¿y si el problema no son las cartas? ¿Y si no es la otra persona? ¿Y si es el peso que cargas, esa piedra que llevas en el bolsillo del alma, la que sabotea todo desde dentro?
Verás, el tarot nunca ha prometido que evitará que nos duelan las cosas. No es un escudo. Es un espejo. Uno que no solo muestra el reflejo de lo que está pasando, sino también lo que llevamos por dentro. Nuestras heridas. Nuestras esperanzas. Nuestras repeticiones.
Y eso puede doler más que cualquier ruptura.
Recuerdo una consulta en la que salió la carta del Diablo, seguida por el Ocho de Copas. El mensaje era claro: estás atado a un patrón que ya no te nutre. Pero no lo vi en ese momento. Quise creer que era un aviso sobre la otra persona. Que era su problema, su miedo, su compromiso no resuelto. Era más fácil culpar al otro que aceptar que era yo quien seguía caminando en círculos, repitiendo historias con distintos nombres y las mismas heridas.
Porque claro, el fracaso no solo duele. También humilla. Sobre todo cuando sientes que has hecho “todo bien”. Cuando has sido transparente, amoroso, leal. ¿Qué más se puede hacer? ¿Qué más se puede dar?
Y ahí viene la gran trampa: el miedo a que, hagas lo que hagas, nada cambie. Que ninguna lectura te salve. Que ninguna guía te prepare. Que estés destinado a repetir el mismo capítulo una y otra vez.
Pero… ¿y si ese miedo no es una maldición sino un aviso? ¿. Tal vez su misión es mucho más íntima: enseñarnos a amar de forma distinta. Empezando por nosotros mismos.
Hay cartas que no hablan de la otra persona. Hablan de ti. El Ermitaño, por ejemplo, no siempre es soledad. A veces es una invitación a volver a ti, a escucharte sin miedo, a entender qué parte de ti busca fuera lo que no se da dentro. O la Templanza, que no llega para anunciar paz con otro, sino equilibrio contigo.
¿Y entonces qué? ¿Dejamos de amar por miedo a repetir? ¿. Lo que hacemos es respirar. Sentarnos. Escuchar. Esta vez de verdad.
Porque el amor no es una línea recta. Ni un destino fijo. Es un camino lleno de curvas, atajos, desvíos. Y sí, también de tropiezos. Pero no hay guía más fiel que aquella que nos hace mirar dentro, incluso cuando asusta.
El tarot no es magia que resuelve. Es claridad que acompaña. Una linterna en la niebla. Pero al final del día, los pasos los das tú. Y tus pasos merecen ser conscientes, aunque a veces tiemblen.
Si estás leyendo esto pensando “otra vez estoy aquí, otra vez el miedo me atrapa”, déjame decirte algo: no estás solo. Ni estás roto. Estás en camino. Uno que quizá duela, sí, pero que también está lleno de puertas que aún no has cruzado.
Y si las cartas dicen algo que no quieres oír, pregúntate: ¿qué pasaría si me atreviera a escucharlo igual? Tal vez no estés listo. O tal vez lo estás más de lo que crees.
La verdad no siempre llega como queremos. A veces lo hace disfrazada de silencio. De espera. De ruptura. Pero siempre, siempre, llega con una oportunidad: la de ser más tú. Más honesto. Más libre.
No temas fallar. Teme no intentarlo por miedo a fallar igual que antes.
Y si el tarot te acompaña en ese intento, que sea como un amigo que te dice la verdad aunque duela. Porque te quiere. Porque sabe que puedes más. Porque tú también lo sabes.
¿Y si esta vez el fracaso no fuera el final, sino el comienzo de algo más verdadero?
Tal vez esa es la única lectura que importa.